La Organización Internacional del Trabajo (OIT), un organismo tripartito de Gobiernos, empresarios y trabajadores, ya en el año 1999, por el que entonces era su Secretario General, el chileno Juan Somavía, enunció el concepto de trabajo decente, que poco a poco se ha ido popularizando e incluyendo en las declaraciones internacionales que tratan de coordinar políticas globales.
Es un feliz término que resume la convergencia de cuatro objetivos estratégicos, el cumplimiento de los derechos fundamentales en el trabajo, el empleo, la protección social y el diálogo social.
Pero también ocurre, como con determinados artículos constitucionales, que los gobiernos incluyen en las declaraciones el ‘trabajo decente’ como mero artificio declarativo sin pretender hacer de él una guía de buen gobierno. Se priorizan otras políticas o decisiones al albur de las consecuencias financieras y presupuestarias de una crisis, no provocada por la ciudadanía, y en las que huyen de acometer un reparto equitativo entre ganadores (los bancos privados, los bancos acreedores de deuda) y perdedores, la sociedad en general y, sobretodo los trabajadores.
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